viernes, 28 de mayo de 2010

“Secundarias técnicas” para un país sin pobreza


Stefanny Barreto y Stefanie Hoffmann, estudiantes UCSUR


Solucionar la problemática de pobreza en nuestro país implica cambiar diversos aspectos en los distintos sectores del Estado. Actualmente, gran parte de la población se caracteriza por residir en viviendas inadecuadas, con hacinamiento y carencia de servicios higiénicos. Además la inasistencia infantil a la escuela y los pocos años de escolaridad de la población adulta son necesidades básicas insatisfechas que contribuyen a una taza alta de pobreza en el Perú.


El factor que consideramos más importante para mejorar la situación actual es el de educación. Según la UNESCO “…la calidad educativa es insuficiente….Hay abandono en primaria y bajo rendimiento en secundaria… Esta situación es nuestro subdesarrollo “. El tema es bastante amplio y hay muchos factores que considerar para mejorar la educación y con ella la situación de nuestro país.


Nosotras proponemos lo siguiente: implementar en todos los colegios estatales un programa de secundaria técnica. La idea de la secundaria técnica no es solo la de educar a los alumnos en el colegio, sino también capacitarlos para que se puedan desenvolver laboralmente por sí solos y así contribuir a la economía familiar. Se podrían instalar en las escuelas estatales talleres de carpintería, panadería, electrónica, jardinería, entre otros y así formar jóvenes profesionales que pueden ejercer algún oficio u profesión una vez terminada la secundaria, ya sea para apoyar a la economía familiar o para poder financiarse más adelante estudios más avanzados.


Estos talleres no solo beneficiarían a los alumnos sino también a la escuela, ya que podrían utilizar estos talleres para vender u ofrecer servicios al público. Así, tendrían suficientes ingresos para capacitar a los profesores tanto en lo que concierna a la educación secundaria como a la enseñanza en los talleres.


Para lograr el progreso de la población se necesita la participación del Estado y su dedicación en la capacitación de la población para producir, con eficiencia y calidad, profesionales exitosos. Al final, abolir la pobreza depende del nivel y calidad de la educación.


martes, 25 de mayo de 2010

ALGUNAS NOTAS SOBRE EL RACISMO EN EL PERÚ

Renato Merino Solari, antropólogo


Hace un tiempo (2007), el afiche del Festival de Cine de Lima organizado por la PUCP fue “acusado” de contenido racista. La presencia de un personaje de espaldas, cuyo rostro no se distinguía bien, – el único con esta característica entre las personas que se encuentran en el afiche-, al parecer modestamente vestido; la mano de un(a) boletero(a) ausente y un bus en ruta incorrecta hacia uno de los distritos más populosos de Lima, desataron la polémica sobre el tema del racismo en el Perú. Si enlazamos y contextualizamos los elementos citados, podemos llegar a la conclusión de que, probablemente, el mencionado afiche expresaba, a nivel simbólico, algunos elementos de marginación y exclusión social. Tomaremos como pretexto el caso citado para elaborar algunas reflexiones en torno al tema de la discriminación en el Perú.


Es característico de todas las culturas que en su seno se conformen espacios sociales simbólicamente restringidos. Estos espacios, en términos formales, son públicos, abiertos, democráticos y no existe ningún impedimento de iure para interactuar en ellos. Sin embargo, en la praxis, se encuentran expuestos a las contradicciones de la sociedad, y pueden devenir exclusivos y, en algunos casos, prácticamente cerrados. Ocurre que las oportunidades de acceso podrían verse afectadas por razones socioeconómicas o tornarse complejas por problemas de falta de identificación simbólica. Lo que sucede es que en todo espacio social se requiere de un conjunto de códigos, no solo compartidos sino también afines, para propiciar una interrelación apropiada; el problema es que no siempre se produce la concurrencia de todos estos factores e inevitablemente emergen las tensiones.


Las personas que concurren o participan de estos espacios suelen encontrarse vinculadas y sobre todo singularizadas, es decir, definidas, tanto interna como externamente. Ingresar, aunque sea provisionalmente, puede resultar embarazoso para quienes no comparten dichos vínculos. Debemos tomar en cuenta que los contrastes culturales son capaces de funcionar como el marcador más radical de alteridad entre los seres humanos. La exclusión y la marginación no ocurren de manera abierta y directa. Tampoco se trata del conocido acto que consiste en encubrir nuestras acciones y origina la tan cuestionada hipocresía social. En este caso operan otros criterios, mecanismos más sutiles y efectivos, porque son difícilmente detectables. Para el caso que nos ocupa, podríamos decir lo siguiente: nadie acusaría de racistas a las personas que organizan o asisten a una función artística porque existen centenares de personas que no lo hacen. De lo que se trata en estos casos es de autoexclusión por falta o incompatibilidad de referentes colectivos de identificación. Así por ejemplo, la incomodidad que puede generar no conocer y no compartir los códigos – o parte de ellos – de un contexto, lleva al individuo a tomar la decisión de no participar, de abstenerse; el punto es que en este proceso la persona se está negando a sí misma. No podemos perder de vista que en dicha forma de marginación, las presencias y las ausencias, así como las voces y los silencios, quedan definidos no por un cartel o un grupo de personas que dan alguna insostenible disculpa, sino por una dinámica social aparentemente autónoma que parece escapar a nuestras voluntad y razón.


Los espacios sociales simbólicamente restringidos son comunes a todas las colectividades. El problema es que en un país como el Perú la situación se agrava por la intensidad de los desgarros. Constituimos una sociedad en la que se impone una “imagen limitada de lo bueno”. Debemos competir duramente para obtener los beneficios del sistema y, muchas veces, para avanzar necesitamos que otro tropiece. La escasez de bienes materiales y simbólicos hacen más conflictivo el escenario nacional y, en medio de ello, cada gesto que hacemos puede estar cargado de racismo.

viernes, 21 de mayo de 2010

¿Problemas en el transporte?

Por José David Vergara; Arturo García


En la Lima de hoy, donde todos necesitamos movilizarnos con facilidad, hacemos uso de diversos medios de transporte como taxis, combis, cousters, buses, el metropolitano y el tren eléctrico (grandes estafas las dos últimas). Pero, ¿quién no se ha quejado alguna vez, sobre todo las mujeres, de haber sido maltratados por el cobrador de una combi o por sus choferes? A pesar de todo, la combi es uno de los medios de transporte más usados y la seguiremos usando, así que deberíamos cambiar la situación.

Estaba viajando en un bus cuando de pronto escuché una voz aguardientosa que decía "apéguese, apéguese; al fondo hay espacio" seguido de un "porque acá estoy cómodo" y luego la discusión prosiguió. Esto me llevó a pensar en el por qué los cobradores casi siempre tenían una actitud agresiva o defensiva. Pasado el tiempo, en otra unidad de transporte, leí una frase que decía "mi educación depende de la suya" al lado del siempre leído "póngase el cinturón de seguridad". Esto me dio pie a dejar de quejarme de los cobradores y a comenzar a cambiar mis actitudes a manera de experimento.

Comencé por saludar al chofer y al cobrador de una manera cordial más que coloquial (“buenas tardes” en lugar de un “hola”). En la mayoría de los casos la primera respuesta fue una reacción de rareza como si yo estuviese loco, a pesar de ello me respondían el saludo con o sin querer hacerlo. Luego de ver esa primera reacción su trato para cambió favorablemente ya que ahora se referían a mí como “joven” y a la hora de cobrar me decían “por favor” (¿cualquiera diría que no es posible no?), al final del viaje muchos me daban las gracias, incluso antes de que yo se las diera.

Viéndolo de esta manera nos podemos dar cuenta de que muchas veces somos nosotros los causantes de que los cobradores actúen de una manera agresiva. Debemos de recordar que ellos muchas veces se ven obligados a actuar así porque nosotros desquitamos nuestro desconfort con toda aquella persona que nos brinda un servicio, especialmente por los servicios que pagamos ya que por pagar nos sentimos más que ellos (lo cual demuestra mucha ignorancia de nuestra parte), pues nunca reaccionaríamos así ante una "autoridad".

Sabemos cuáles son los principales problemas, pero ¿qué hacemos por resolverlos aparte de quejarnos?

lunes, 3 de mayo de 2010

Jóvenes, educación y chamba

Por José Luis Cabrera

Cada año miles de jóvenes peruanos egresan de la escuela y salen a las calles. Calles de urbes pobladas hasta el extremo en un país que ha variado en poco menos de 60 años su condición rural, transformándose en un país esencialmente urbano. Fenómeno que además ha generado otra transformación: la demográfica. Las estadísticas nos revelan que tres de cada diez peruanos tiene entre 15 y 29 años.

Los flujos migratorios que alimentan la ciudad no han podido detenerse. Y no es que se haya hecho mucho para evitarlo. Por ejemplo, las políticas de juventud más publicitadas en los últimos años han enfatizado sus acciones sobre la población urbana, pero ¿por qué se da esta urbanización de las políticas, dejando de lado a los jóvenes rurales?


Por un lado no es fácil ubicar y caracterizar al sujeto rural juvenil, pues en las zonas rurales no hay una transición clara de la niñez a la adultez. Desde pequeños, chicos y chicas asumen el trabajo del campo sin mayor preparación para ello. En cambio en las ciudades se generan espacios de incertidumbre, moratorias no definidas que dan lugar a la marginalidad. Emerge aquí una imagen letal de la juventud: aquella que no tiene oportunidades y convive con la angustia; la que delinque y protagoniza violencia urbana.

Y es que en los espacios marginales de la urbe ellos conviven diariamente con otros problemas asociados a la pobreza: la carencia de oportunidades laborales y la precariedad del sistema educativo público (uno de los peores de Latinoamérica). Aunque el acceso a la educación primaria y secundaria en el país se ha universalizado en los últimos años (muchos jóvenes logran terminar sus estudios escolares), no ha habido una mejora sustantiva en la calidad de esa educación, de tal manera que sus estudios no les sirven mucho para modificar su situación y acceder a un puesto de trabajo que asegure movilidad social. A esto se añade la inadecuada orientación de la oferta educativa que privilegia estudios estereotipados que no necesariamente van acordes a las realidades económicas locales. Para colmo de males a esto se agrega la segregación social y cultural que vive nuestro país. Los jóvenes que provienen de zonas marginales (en la ciudad de Lima se les llama Conos a los extremos de la urbe), escuelas públicas, presentan rasgos étnicos o son parte de alguna minoría, ven disminuidas sus posibilidades de acceso al mundo laboral formal. De esto se ha hablado poco y en voz baja, pero no podemos negar que la educación peruana convive también con esta especie de apartheid educativo en el que muy pocos jóvenes pueden acceder a los estudios con estándares occidentales que se ofrecen en algunas escuelas exclusivas cuya posibilidad es "imposible" para la mayoría por el alto costo económico que demandan y por los filtros socio culturales que restringen el acceso de "cualquiera".


El empleo juvenil entonces genera una tensión permanente pues absorbe la presión de miles de jóvenes que pugnan por abrirse un espacio de desarrollo que no ha podido ser asumido por el Estado. Además, lo poco que pueden hacer las instituciones (ONGs, empresas) está desarticulado y nunca es suficiente, pues la inadecuada focalización de beneficiarios sigue siendo un tema pendiente.

¿Pero cómo sobreviven entonces nuestros jóvenes? Muchos de ellos viven de “cachuelos” (término con el que se conoce al trabajo provisional que brinda a su ejecutor el dinero para sortear el día a día) pues tienen que trabajar con una escasa calificación, en oficios o actividades para los que no fueron formados y sometidos a regímenes que no les brindan ningún tipo de seguridad social.

Hoy abundan los empleos informales en las zonas neurálgicas de comercio en Lima: los mercados de abastos, los terminales de comercio, el sistema de transporte público, el sector de la construcción civil. Estibadores, llenadores, jaladores, avisadores, cobradores de combi, moto-taxistas, lateros son una variopinta y extensa gama de personajes que pueblan día a día las calles de Lima sobreviviendo sobre lo que se negocia día a día en el asfalto.

Los que por el contrario, accedieron a una mejor educación van bregando contra todo forzando las puertas que poco a poco se les va abriendo en el Mercado; mientras que aquellos que no pudieron pagarla, ven cómo se cierran sus posibilidades y son expectorados a la franja del desempleo lo que genera a su vez otra problemática: la dependencia.

Es el empleo juvenil un factor que posibilita a los jóvenes ir ganando algunos márgenes de libertad para ensayar su autonomía e independencia. Pero sin trabajo, o con trabajo malo, la estadía en las familias nucleares se extiende y con ello su posibilidad de independizarse económicamente. Es esta juventud la que se prolonga hasta el borde de los 30 años, los que todavía siguen pugnando para que la política pública no les dé la espalda, pues casi siempre nuestro Estado piensa en los “chicos” de 18 años, los nuevecitos, cuando hay que promover empleo, dejando de lado ese inmenso contingente de gente joven que ya hace tiempo cruzó la valla de los veinte.


Pensar en nuestros jóvenes nos exige considerar las complejidades y superar las contradicciones existentes. Ya hemos visto cómo la heterogénea presencia de sujetos en el vasto territorio nacional exige una mirada intercultural. De otra parte hemos constatado la diferencia y la gama de circunstancias que se deben considerar al plantear la cuestión urbana o la rural. Y como si fuera poco, el intervalo de la juventud plantea diferentes escenarios pues los jóvenes de 15 tienen otra mirada y expectativa que los jóvenes de 29. Si hay algo continuo en todo nuestro análisis es la comprobación de la heterogeneidad. Sobre estas constataciones debemos pensar y ensayar respuestas múltiples a la compleja presencia juvenil en el país.